domingo, 1 de enero de 2012

En una cáscara de nuez

E

n una lejana comarca, hace muchos, muchos años vivían dos princesas. Eran hermanas y también eran gemelas. Tan igualitas y tan bellas que todos los príncipes de la comarca y de comarcas vecinas querían casarse con ellas.
Las princesas disfrutaban juntas paseando por los jardines, juntando flores para adornar los salones y los pasillos del palacio. Tan inseparables eran que decidieron que su boda sería el mismo día y que vivirían siempre juntas.
Cuando se hicieron mayores, el rey, su padre, las llamó para anunciarles que había llegado la hora de elegir esposo. Para ello el rey organizó un baile al que invitó a todos los príncipes del reino y de los reinos vecinos. Las princesas eligieron el mismo vestido e inclusive los mismos zapatos y pendientes. Eran bellas como el mismísimo sol y era tan difícil reconocerlas a no ser por un pequeño lunar que una de ellas tenía en el dedo meñique.
Llegó la esperada noche, todo estaba dispuesto, los músicos, el banquete, el salón para los bailes. Las princesas pasaron la tarde juntando flores y adornando más que nunca los salones del palacio. Llenas de curiosidad comentaban y se preguntaban quiénes serían sus futuros esposos y cómo podrían hacer para cumplir la promesa de vivir siempre juntas.
Los carruajes ocupaban todos los caminos rodeados de jardines, los invitados llegaban de todas partes y los salones se iban llenando de gente. Cuando dio comienzo el baile las princesas, sentadas en pequeños tronos, una a cada lado de su padre, se dispusieron a saludar a los príncipes que, formando una hilera interminable pasaban a besar sus respectivas manos.
Bailaron toda la noche, con unos y con otros, sin dejar de mirarse con complicidad en tanta ocasión como pudieron. Al día siguiente, el rey, su padre, les preguntó si habían elegido algún príncipe por esposo. Las jóvenes, que habían estado cavilando juntas una vez terminados los festejos, dijeron a rey quiénes eran los elegidos.
Las bodas, que por supuesto se realizaron juntas, fueron las más hermosas de todos los tiempos. Las dos parejas vivieron en el palacio del rey y al poco tiempo ambas quedaron embarazadas. Como era de suponer, las princesas compartieron cada momento y cada experiencia y se pusieron de parto el mismo día. Una, la del lunar en el meñique, por la mañana, dio a luz a una hermosa niña de cabellos rubios y ojos verdes. La otra, por la tarde, dio a luz a un robusto niño de cabellos rojizos pero no sobrevivió al parto. Cuando estaba a punto de morir hizo llamar a su esposo y le pidió que le prometiese que no se volvería a casar salvo que encontrase a una mujer que fuese más bella que ella misma. El príncipe, en lo más profundo de su dolor, no podía imaginar la posibilidad de volver a casarse nunca jamás y mucho menos que pudiera existir sobre la faz de la tierra una mujer más bella que su esposa, no obstante, aceptó prometer que cumpliría su deseo.
El tiempo fue pasando, la princesa del lunar en el meñique se hizo cargo de ambos niños, los crió y cuidó como si fueran hermanos y las risas y juegos, de a poco, fueron inundando los salones del palacio y también los tristes corazones de sus habitantes. El único que no lograba salir de su profunda tristeza era el príncipe viudo a pesar que su cuñado organizaba reuniones, fiestas y salidas para alegrarlo y entretenerlos y, además, para que encontrara una mujer que fuera más bella que su esposa muerta.
Una mañana, el príncipe se dio cuenta que su hija había dejado de ser una niña y era ya una joven que, para su sorpresa, era más bella que su propia madre. Comentó con su esposa el maravilloso cambio de la niña y ambos estuvieron de acuerdo en que esta podía ser una buena solución para transformar la tristeza de su desdichado cuñado.
Llamaron a la joven y le comunicaron la decisión. La princesa no salía de su asombro. ¡Casarse con su tío! Era viejo, se había criado con él, era casi como su padre. Por no negarse de inmediato y por no entristecer a sus padres la princesa dijo que se casaría con él cuando le regalaran un vestido tan brillante como las estrellas que cupiera dentro de una cáscara de nuez. Sus padres tardaron algún tiempo en conseguirlo pero menos que el que la princesa necesitaba para evitar la boda. Entonces la joven hizo un nuevo pedido, esta vez quería un vestido tan brillante como la luna y que también fuera guardado en una cáscara de nuez. Sus padres, que por entonces ya eran reyes, buscaron y rebuscaron hasta que finalmente lograron cumplir con el pedido de la princesa. Pero, una vez más, esta reclamó un vestido que brillase como en mismísimo sol puesto dentro de una cáscara de nuez. Los reyes movieron cielo y tierra hasta encontrarlo. La princesa supo que su tiempo había terminado y para no verse obligada a romper la promesa de casarse con su tío, cogió las cáscaras de nuez con sus tres vestidos, robó de la cocina una capa oscura de una de las criadas del palacio y se marchó.
Caminó varios días hasta salir del reino de sus padres y ya, en el límite de sus fuerzas, llegó a un palacio de un reino vecino. Pidió cobijo y comenzó a trabajar como criada en el palacio del rey. Realizó varios trabajos hasta que un día, el cocinero le pidió que hiciera una sopa, al rey le gustaba tomar una sopa caliente antes de dormir. Al rey le gustó tanto esa sopa que a partir de ese día, era ella la encargada de prepararla.
Por entonces se celebraban las fiestas del reino que duraban tres días. Se organizaban grandes bailes a los que asistían los nobles y la realeza. El rey, que había enviudado hacía ya unos años, fue a los festejos con sus dos hijas. Los criados del palacio no fueron invitados a la fiesta.
Pero tan pronto como el rey y sus hijas se marcharon la criada se puso su vestido brillante como las estrellas y se presentó en el baile. El rey quedó tan admirado por su hermosura que la cortejó durante toda la noche. Un poco antes que terminara el baile, la joven del vestido brillante como las estrellas, se marchó sola y sin ser vista.
Cuando llegó a palacio, se cambió de ropa y fue a la cocina a preparar la sopa para el rey. Tan triste llegó el rey a palacio porque había perdido de vista a la joven que, por primera vez, tomó su sopa de mala gana y no quiso terminarla.
El segundo día de fiesta la familia real no faltó al baile y tampoco la criada que, está vez, sacó de la cáscara de nuez el vestido brillante como la luna y con él partió hacia el baile.
Aquel día el rey se enamoró de ella y le regaló un anillo de oro. Y para que no desapareciera como la noche anterior le pidió a su guardia personal que la vigilase en todo momento. De todas formas la joven se escabulló y llegó a palacio antes que el rey para prepararle su sopa. Esa noche el rey estaba aún más triste. Comió unas pocas cucharadas de su sopa y se durmió.
Al tercer día, la criada esperó que el rey saliera. Vistió el vestido brillante como el sol y se puso el anillo de oro que el rey le regalara el día anterior. Se presentó en el baile, hermosa, elegante, incomparable.
El rey, maravillado y feliz, la sacó a bailar durante toda la noche y no le dejó ni por un momento. Sin embargo, la joven logró, con mucho ingenio, marcharse sola de la fiesta dejando al rey apenado y triste.
El rey cayó enfermo.
Cuando la criada lo supo aseguró que sería capaz de curarlo con una buena sopa que ella sabía preparar. A las hijas del rey este remedio les pareció demasiado simple y se negaron. Tanto insistió la criada que finalmente las hijas del rey accedieron a su pedido.
La princesa cocinó la sopa, la sirvió y echó en el cuenco el anillo de oro que el rey le regalara. Luego se puso su vestido brillante como el sol y esperó.
El rey comió la sopa sin ganas hasta que encontró el anillo que tan bien conocía. Con alegría, dejó de lado el cuenco, se levantó de la cama y corrió a la cocina.
Allí encontró, brillante, con su vestido de sol y más hermosa que nunca, a la joven de la que se enamorara en el baile. Se casaron, vivieron felices, comieron perdices y a mí no me dieron porque yo no quise.




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